Cuando la mujer grande llegó a Moryr, a la entrada del pueblo se encontró con un
perro tumbado en medio del camino.
—¿Quién eres? —le preguntó el can, impidiendo el paso, pero
silencioso y bastante educado, teniendo en cuenta las circunstancias.
—Yo...
El perro ladeó la cabeza con incredulidad.
— ¿Dudas? En Moryr no hay dudas.
—No es eso. Sé por qué vengo. Pero no recuerdo haber tenido
nunca nombre.
La mujer parecía un poco violenta por el hecho de no ser
nadie.
—No te inquietes, casi todo puede arreglarse. Te llamarás
Nadia.
—Me gusta. Me gusta mucho. —respondió Nadia. —Y tú, ¿cómo te llamas?
—Páramo. —la miró muy serio. —mi amo tiene un sentido del
humor muy particular.
—No sé a qué te refieres. Encantada de conocerte, Páramo.
—Sigue adelante. El primer edificio que ves es la alquería.
Entra y pregunta por Ferrer. Él podrá quitarte esos clavos.
—¿Qué clavos?—se miró y descubrió que tenía una docena de
clavos de hierro oxidado perforándole los brazos y las piernas. —Ah.
—Ferrer te ayudará; aunque no te duelan, no son cómodos ni
bonitos.
—No lo son. Iré.
—Nos vemos luego —se despidió el perro Páramo.
Nadia echó a andar y se despidió del can con un gesto
ambiguo: la piel alrededor de los clavos había empezado a picarle.